miércoles, 3 de septiembre de 2008

Las olimpíadas, la cultura y las mujeres

Cuando acontecimientos de la envergadura de los Juegos Olímpicos ocurren en nuestro mundo, la imagen audiovisual penetra todos los rincones, lográndose a nivel mundial lo que en las olimpíadas originales, podía suceder sólo en Atenas: que todo el pueblo fuera partícipe de los juegos, con una diferencia: los griegos no permitían a las mujeres competir, y tampoco les era permitido asistir a los espectáculos en los estadios. Sólo posteriormente se instauró un juego para mujeres, pero en el plano concreto las Olimpíadas eran una actividad netamente masculina, y la imagen del atleta ganador solía ser representada en su pueblo natal a través de una escultura, de manera que si bien no había medallas ni televisión, sí podemos suponer que el ansia de destacar la propia imagen debe haber estado, como hoy, en la base misma de la motivación para alcanzar la gloria.

El subsuelo de la imagen

¿Cuánto motiva a cada deportista la imagen de sí mismo que quiere mostrar? ¿Qué significa ganar?
¿Es, en síntesis, la competencia, una realidad humana última en nuestra estructura de funcionamiento biológico y social, y debemos doblegarnos a ella y acceder hacia la plenitud cuando vencemos y a la desdicha cuando perdemos, no ya sólo a nivel deportivo sino en cualquier ámbito de la vida?
¿El fondo de nuestra plenitud está siempre entonces asociado al triunfo sobre otro?

La competencia, el afán de competencia es una actitud o, mejor dicho, una suerte pre actitud en nuestra cultura que está tan arraigada que le asignamos el mismo rango de naturalidad que a la fuerza de gravedad.
¿Y qué nos dice que tiene que ser así, o que sea intrínsecamente así? Es más, podríamos agregar con certeza que, si es así, entonces es un mecanismo fatal de nuestra biología, porque toda nuestra cultura, que es atravesada de continuo por la competencia, es una cultura que, por esta misma causa, de ha convertido en hija del estrés y cultivadora de innumerable cantidad de males a nivel psicológico y social.

Hacia la raíz

En realidad no se puede sino crecer con estas convicciones cuando, desde una edad pre racional ya el niño es bombardeado, sutil e inconscientemente, y a veces en forma manifiesta, por la exigencia de la competencia. Al niño se le hace competir con el hermano por quién come más rápido. El niño, que en su estado natural encuentra un júbilo indescriptible por el hecho de correr y dar rienda suelta a sus movimientos, es constantemente ridiculizado si, en ese correr, lo hace más despacio que el que está a su lado. Pensemos, por lo demás, que también los padres y profesores fueron criados así y no conocen sino aquel patrón y lo repiten una y otra vez, como sucede con todos los hábitos humanos.
Y no podemos acceder al ser que somos interior y genuinamente, porque las exigencias de una competitividad enferma nos lleva a la ilusión de que la aceptación de nosotros, tanto por parte de los demás como por nosotros mismos, depende no de aquello que somos, sino de aquello que debemos demostrar que somos. Y entonces ya somos. Nos convertimos en una mera Imagen que debemos mostrar y tras la cual, con suerte, todavía somos algo.
Nada saludable podemos esperar de este estado de cosas, obviamente.

Herederos de los griegos

Avanzando hacia las raíces culturales de esta situación, no topamos con los griegos y su cultura masculina. Masculina no tanto en el sentido de dejar en un completo segundo plano a la mujer sino por la exacerbación de lo masculino en su cultura toda.
En efecto, la visión unitaria de la vida, que emana de una visión mágica-integradora o una vivencia mística, es entonces suplantada por la lógica aristotélica, dependiente de la estructura racional, que opera en base a conceptos, que frangamentan la realidad y no permiten una aprehensión integral de la vida.
Con la cultura griega la humanidad pierde el rumbo hacia vivencia armónica de la vida, en donde lo femenino y lo masculino pudieran estar fundidos, y en su visión masculina y parcializadora de la totalidad, el mundo se fragmenta y la soledad y el sentimiento de disgregación son el corolario inevitable. La era de la angustia, el estrés y la crisis interior ha comenzado.

Mente sana en cuerpo y emociones sanas

A la luz de lo expuesto resulta importante, más que interesante, el plantearse una suerte de retorno al origen en la integración de mente, cuerpo y emociones, aceptando y desarrollando plenamente al ser femenino, No se trata de acoger e integrar de una vez por todas a la mujer en la sociedad sino, esencialmente, de contactar plenamente con nuestro ser femenino interior (desde donde lo anterior derivará). Y desde esta perspectiva es dable esperar una cultura mucho más sana, en donde la exacerbación enfermiza de lo masculino, a través de la competencia, la guerra y productividad como parámetro del valor, ocupen el lugar correspondiente en la escala humana, y en donde una visión unificadora, no analítica-masculina pueda tomar el lugar central en la visión y vivencia de la vida y el Cosmos.
Es raro que no se repare de continuo en esta evidente anomalía de nuestra cultura y que justamente en la actividad deportiva, concebida como se la concibe hoy, cobra gran realce. Cuerpos deformes por el exceso de entrenamiento, con tal de levantar un gramo más, o con el dopaje a flor de piel y reprimido solamente por la amenaza de ser descubierto, sin ningún miramiento con la salud integral, mientras pudiera significar unas centésimas de segundo menos en una competencia.

Un futuro posible

Sería hermoso ver valorizada la actividad humana por su libre y fluido ejercicio y no por sus resultados, y sus resultados contra otro. ¿Ya no está capacitado el atleta para redescubrir el goce en el correr, el nadar o el saltar, y hacer de la actividad física una genuina instancia de plenitud, exactamente como lo es para el niño sano, antes de ser contaminado por la cultura? ¿O está condenado ya al mecanismo neurótico, de sentir placer por el hecho de poder derrotar por fin a otro?

Estas líneas nacen desde la propia vivencia, del haber vivido a cabalidad los mecanismos descritos de una vida centrada en la competencia (con plena inconsciencia de la esclavitud que esto implica, por supuesto), y el haberse liberado de ello, para gran beneficio de la propia vida. Vida que se ve así profundamente motivada hacia constantes y crecientes grados de expansión, que aunque difícil, porque implica verse de frente a sí mismo, asoma como único camino hacia una verdadera liberación.

Por lo demás, no se está diciendo en estas líneas que la erradicación de la competencia sea la fórmula a seguir (una actitud tan limítrofe como la quema de libros de todas las dictaduras). No, no se trata de eso. Hay márgenes de competencia saludables, que resultan expansivos y ampliadores de una experiencia, Pero hay un punto invisible que puede ser trasgredido, que es donde la integridad del sujeto depende del resultado: valgo si gano. Este punto, directamente relacionado con la debilidad interior y la necesidad de aprobación externa, lleva de inmediato a que cualquier medio sea bueno para conseguir un resultado. Tristísimos ejemplos abundan.

Sería tan extraño como hermoso un día disfrutar un Juego Olímpico para celebrar la actividad humana en su más genuino accionar, no como hoy, como una expresión enfermiza de un rasgo neurótico de la sociedad (en plena inconsciencia de esto además), sino en la expresión más pura de la exaltación de la Vida, que brota desde la aceptación del Ser interior y en donde el ganar o perder son meros accidentes que no roban o agregan un ápice al brillo de la vida que fluye, sin verse interferida por la Imagen que se tenga que exportar.